Envidia.
Un comentario como el del título me provoca una importante
envidia. Reconozco mi incapacidad auditiva. Que alguien sea capaz de distinguir
a Lizt de Mozart me parece algo rayano en el esoterismo y la magia.
Por alguna razón privilegié conocer el mundo a través de la vista y no
de la audición (no son opciones excluyentes pero…). Como reconocer déficits no es del todo
agradable siempre intento defenderme señalando que el proceso evolutivo de los
homínidos también siguió esa dirección, razón por la cual distinguimos
visualmente a una persona a cien metros mientras que reconocerla por su voz a
esa distancia nos es mucho más difícil.
Esta introducción viene al caso para explicar que así como una parte
importante de la humanidad consume música, yo soy un devorador de imágenes.
Hace un par de semanas pasé por Bellas Artes. Había una exposición de
Pintura Nórdica, con material propio del museo que se exponía temáticamente. La
sala era pequeña, la cantidad de material de esa procedencia que el museo posee
no es muy numerosa, y la inmensa mayoría de la gente que se acercaba lo hacía
en función de la exposición simultánea dedicada al arte popular de Paraguay,
razón por la cual le pasaban de largo a los nórdicos.
A contramano de la multitud me detuve.
Conocí a Carl Larsson, a Thaulow, a Kamke. Nombres de una geografía y
una pintura lejana. Hay que verlos. Hay algo de Quinquela en El puerto de
Vollendam de Kamke.
El curador, Roberto Amigo, eligió a El supuesto enfermo de Larsson para
publicitar la muestra. Un trabajo mixto en pastel y acuarela de una atmósfera
inigualable.
Gugleénlos pero no se priven de ver algunos de estos trabajos
personalmente. Hay tiempo hasta el 30 de agosto.
Después de los nórdicos me uní a la masa y fui a la exposición Tekoporá.
Arte indígena y popular del Paraguay. La muestra reúne muchísimos trabajos y de
diversa índole. No todo me entusiasmó a la par de los nórdicos pero ahí nomás,
en la entrada, estaban las Balas Piré.
Las bala piré (o piel de bala) son casquillos usados de balas de cañón
o mortero de diferentes calibres que los soldados paraguayos esgrafiaban
(grababan con algún objeto punzante) para luego regalarlas a sus familias o
novias.
La Guerra del Chaco duró tres años (1932-1935), murieron entre ambos
bandos unos 100.000 soldados, murieron por la guerra y por las enfermedades,
combatieron en medio de una selva tropical poco conocida, pero aún en esa
situación hostil, dramática, límite, hombres anónimos se preocuparon por crear
belleza.
Nadie lo explicó mejor que Alejo Carpentier:
"En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que
allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término,
imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de
Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el
hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este
Mundo."