miércoles, 19 de noviembre de 2008

Un cuento para niños que no quieren ser ni tiburones ni pececitos

-Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona-, se portarian mejor con los pececitos?
-Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones.Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes.
También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Éstos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoista o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla al coraje y se le otorgaría además el título de héroe.
Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces.
Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones.
Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarian de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaria por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.
Escrito por Bertolt Brecht en Historias de Almanaque

jueves, 13 de noviembre de 2008

Inseguridad

Vivimos en un mundo inseguro, ya lo sabemos. Pero los medios se refieren a otra cosa cuando hablan de inseguridad. Leyéndolos, un amigo me decía: Inseguridad era la de antes, Pablo.
Es cierto: era inseguro ser joven en el final de los 70. También era inseguro ser adulto. En verdad, era inseguro ser.
Carlos Carballo fue una de las personas que forjó esa inseguridad. En diciembre de 1976 resultó sumamente inseguro para una veintena de presos políticos y “desaparecidos” que fueron fusilados en el paraje chaqueño de Margarita Belén luego de haber sido torturados en distintas mazmorras. Carlos Carballo era en ese momento Jefe de la División Tráfico de la Policía del Chaco y fue procesado por ese hecho junto con otros once represores. A pesar de que se simuló una huida de los detenidos y un posterior enfrentamiento, otro de los protagonistas, el ex jefe del ejército (cargo alcanzado en “democracia”) Ricardo Brinzoni reconoció que se había tratado de un fusilamiento encubierto, “de delincuentes terroristas” aclaró.
A la inseguridad de esos años la siguió otra inseguridad: la de un país precarizado, empobrecido, flexibilizado. Un nuevo país donde las seguridades de otros tiempos –trabajo, salud, educación- habían desaparecido. No otro había sido el objetivo de la represión.
Pero Carlos Carballo progresó, no se convirtió como otros en “mano de obra desocupada”. Fue a lo conocido: se puso una agencia de vigilancia. Contrataba gente para brindar la seguridad que él mismo había colaborado en destruir.
No creo que Carballo reconociera su porcentaje de responsabilidad en esa nueva situación que le permitía vivir bien.
Alguno aludirá al efecto mariposa –cómo una modificación en el pasado transforma el presente- para explicar lo que sucedió. Puede ser, el caso es que Carlos Carballo fue a pagar sueldos de su agencia. Con la pistola a mano, como corresponde a épocas y lugares inseguros. Aparecieron dos hombres armados, Carballo se resistió, pero en soledad y con setenta y cinco años esta vez fue él quien quedó del lado inseguro.
Murió desangrado en Puerto Vilelas; no muy lejos, a setenta kilómetros nomás de Margarita Belén.
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